Andaba despacio. No es que
no supiera adónde ir, es que no tenía ninguna prisa, disfrutaba del camino. Yo, sin embargo, me movía por objetivos: quería encontrar un tuktuk,
quería llegar al albergue, quería comer algo... él disfrutaba cada
paso y me dio una envidia inmensa. Resultó que compartíamos
habitación y en seguida acabamos hablando animadamente de nuestros
planes en Puerto Princesa. Hicimos algo de turismo y al cabo de un rato estábamos
emborrachándonos en una terraza en el puerto.
Se llamaba Carlos, era español y un saco de boxeo, o al
menos le habían confundido varias veces con uno. Estaba lleno de
moratones e hilillos de sangre por todas partes. No estaban a la
vista, claro está, pero bastaban tres cervezas con él para darse
cuenta.
Dos veces le habían noqueado y dos veces había vuelto al cuadrilátero, pero la última contrincante le había dejado "muy jodido". Me habló de ella como quien habla de un viejo amigo con el que dejó de hablar por algo que ya no recuerda, con la sombra del resquemor de lo que pasó pero con la culpabilidad por no estar seguro de si fue culpa suya. Me di cuenta de que si hubiéramos estado en España sólo le habría faltado una cerveza para intentar llamarla. Supongo que por eso estaba en una isla sin cobertura, conmigo, y con un plato de sesos intacto entre nosotros.