Pero sobre mi cabeza no había ni Luna ni estrellas. Sólo diversas capas de tinieblas gravitando sobre mí. Sin un soplo de viento, el aire estaba estancado. Todo pesaba más que antes. Me parecía incluso que la densidad de mi propio ser había aumentado. Era como si mi aliento, el eco de mis pisadas y el acto de subir y bajar la mano experimentaran con otra realidad. Una realidad de la que mi mente empezaba a ser consciente de una manera más lenta que mi cuerpo. Tenía la necesidad de cerrar los ojos y centrarme en mi estómago. Tenía náuseas.
Ya casi era media noche y las luces de la mayoría de las ventanas estaban apagadas. Él me tiró de la mano y, como si quisiera huir de la mirada de un enorme pájaro que acechara a los hombres desde lo alto, cruzó a paso rápido aquella calle y se detuvo debajo de la cornisa. Cuarenta y tres segundos después desapareció.
Miró de nuevo el reloj. Ya eran las ocho. ¿Dónde se había metido? Quizás esa no era su casa, quizá se habría equivocado y se había metido en otra cualquiera. ¡Qué tontería! ¿Cómo podría haber entrado? En fin, mejor sería que tendiera la lavadora y se pusiera el pijama, a esas horas ya no iban a ir a ningún lado.